En clave de Portugal

En clave de Portugal

"enCLAVEdePORTUGAL" es un libro de fotografías realizado por el fotógrafo Miguel Ángel Sintes Puertas y con textos de la escritora Magdalena Tirado

Llegué a Lisboa por primera vez un día caluroso de agosto. Tan caluroso era, que pasé la tarde de aquel jueves en la otra orilla de la ciudad, mirando a unos muchachos que se bañaban en una playita de Almada.

Mientras ellos se salpicaban de Tajo, en la estructura roja del 25 de abril se detuvo la silueta de un hombre. Los chicos saltaban y reían mientras yo, en dos mitades, contemplaba a aquel hombre sobre el puente y a los chicos en la playita que parecían reírse de todo. Tiempo después y en el mismo lugar, también yo sonreí al leer el nombre del restaurante que tenía a mi espalda: Atira.te ao rio! ​

Esa fue mi primera impresión de Lisboa: una ciudad con dos orillas. Porque es inevitable tropezar en Lisboa con esa tristeza fugaz que se esconde en lo que se desdobla o, quizá mejor, en lo que se divide en dos por un momento y te separa. La visité más veces, cómo no, y en uno de estos viajes descubrí que también la ciudad llevaba el estigma de las mitades en su propio nombre; una ciudad que bautice a su cementerio con el nombre dos Prazzeres, es también una ciudad mitad flor/mitad serpiente. ​

Muchas de las fotografías de Miguel Ángel Síntes también reúnen en su encuadre dos mitades: el espacio lisboeta y, en sus calles, cielos, comercios, tranvías... las personas que viven la ciudad, seres casi siempre precarios o inocentes o con caras demasiado humanas o solitarios que van y vienen y se sientan sin compañía en las casas de comida, o que ni comen, y se conforman tan solo con dar de comer a las palomas.

Lisboa es, sin ninguna duda, una ciudad generosa con las miradas sensibles y una maestra en despertar al viajero a esa tristeza sin causa que es la melancolía. Quizás sea la humedad, la niebla del río o el puro abismo del Atlántico, pero estancos y peluquerías; cafés y estaciones; tranvías y fachadas de azulejo… todo lo que miremos, puede ser merecedor de un tiempo detenido, ese momento justo en el que nosotros mismos somos el objeto perdido y lo negamos. ​

Así encuentra Sintes ese estanquero de ojos claros que nos obliga a reconstruimos y a reflexionar sobre los nuestros. Perdidos en la claridad de los ojos del hombre que nos mira entre cajetillas de tabaco podemos decirnos que un día nuestros ojos también se cegaron de sol, que lloraron con las rabietas, que bucearon muy abiertos el verano que descubrieron las profundidades limpias del agua o que bajaron los párpados la primera vez que vieron pasar una comitiva hacia el cementerio.

Hay también algo de todo esto en ese otro hombre que vive encima de la peluquería y pone un gesto a la tarde, como si esa tarde le doliera más que otras mirar más allá de la superficie de las cosas y pudiera estar pensando, quizá, en el verano, en el vuelo de las moscas, en niñas que se visten de domingo o en viejos que pasean sus inviernos por la playa, mientras Sintes le observa detrás del objetivo. El caso es que sigue mirando hacia la calle (o hacia la cámara), como a la espera de que mujeres rubias con dedos largos vengan hacia él, hacia la peluquería, con sus melenas al viento.

No hay prisa en las imágenes de Sintes. Hasta el viejo que da de comer a las palomas aparenta tener todas las horas del mundo, como si en otro tiempo hubiese esperado también sin ninguna urgencia a que madurasen las cerezas, que las manzanas se pusieran tentadoras para robarlas y los hijos crecieran a su ritmo en los vientres de las madres; todas ellas esperas en alerta, sin ansiedad, que mostraban el momento apropiado de las cosas, como Miguel Ángel Sintes detrás de la cámara.

Y en sus calles de adoquines, que parecen hechos para brillar con la lluvia, Lisboa mira deambular estos seres que parecen llevar la sombra de un árbol a cuestas y toda la fragilidad puesta en un horizonte de arena.

El cielo, al final de los edificios es, un gran azul. El sol se pega al contorno de las casas y alguien, en una ventana, retira los visillos y mira hacia la esquina. El camión que riega la calle salpica de agua sucia los pies desnudos de las mujeres que miran desde la acera. Fuera de encuadre, un perro bebe en los charcos que deja el riego.

Porque Lisboa es el gusto de perder el tiempo caminando, sobre todo, en la hora más melancólica de la tarde, cuando todavía queda luz diurna en el cielo y se encienden las luces en el interior de los tranvías. Verlos subir las cuestas, como si de repente hubieran abierto los ojos y pareciesen pequeños salones donde se celebra el movimiento con frenazos que hacen rechinar sus ruedas mientras acercan viajeros al borde de la noche.

Regresaré a Lisboa y sé que volverá a vencerme con su belleza brutal. La ciudad me marcará de nuevo su tatuaje con agujas y tinta y dejaré, una vez más, que el tranvía 28 me salga al paso y me acerque a las puertas del cementerio dos Prazzeres para disfrutar el Tajo desde el otro lado. Caminar luego entre los muertos, siguiendo en la palma de mi mano conjunciones del azar como las que transitan los sueños y, quizá algún día, guardarme en el bolsillo la raíz de todas las raíces, la llave que abre el alma secreta de las cosas, mientras una lluvia cabezota muere contra las tumbas.

Magdalena Tirado

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